Al sur del sur, en Cabo Vírgenes (en el extremo más austral de Santa Cruz) se levanta un faro azul y blanco que parece un monumento a la fragilidad frente al encuentro de los dos océanos. Sin embargo, toda la zona está llena de leyendas y de personajes
Ahí, justo cuando uno siente (y ve) que el continente americano se termina y se hunde de cabeza en el mar, justo ahí, una forma se levanta. Alivia verlo levantándose después de tanta chatura, al cabo de kilómetros y kilómetros por la célebre Ruta Nacional 40, donde el viento manda y sopla con tanta fuerza que llega a modelar las copas de los árboles en forma única. Por algo los llaman “árboles bandera”.
De este lugar del mundo del que alguna vez Charles Darwin aseguró que estaba “maldito por Dios” se cuentan muchas leyendas. Pero ninguna de ellas llega a parecerse a la realidad, siempre más asombrosa o atroz. Será que aquí no hay nada. Que todo parece haberse volado antes de que nosotros llegáramos. Será que aquí no puede haber otra cosa que nada y que nadie, porque a lo que quiera quedarse el viento lo lanza tarde o temprano al mar. Por eso es ver el faro y alegrarse. Y agradecer que justo en el ángulo más austral del país haya, todavía, presencia humana en forma de farero (también llamado “torrero”), una persona encargada de vigilar que esa luz indispensable nunca se apague.
¿De cuándo data el faro de Cabo Vírgenes? De 1904. Mide 65 metros y antes para encender su bujía se usaba querosén. Es un faro como de cuento para chicos: el faro arquetípico, el que cualquiera dibujaría si le pidiesen que dibujara un faro. Su luz (hoy alimentada en base a energía eléctrica) se enciende todos los días media hora antes de la puesta de sol y se apaga media hora después del amanecer. Durante las horas intermedias (que el peligrosísimo Estrecho de Magallanes pueden volverse eternas si se navega con tormenta) la luz del faro más austral del continente será el único brillo tranquilizador que verán los marinos.
El resto de la postal, de día, es naturaleza a la intemperie: olas que rompen contra las costas, vientos desaforados, un frío que se hace sentir hasta en verano y una gigantesca pingüinera que cada año recibe a una colonia de pingüinos papúa venida directamente desde la Antártida y al sólo fin de criar a sus polluelos en un ambiente menos hostil que el continente blanco.
Como los pingüinos son monógamos y conservan su pareja para toda la vida, se turnan para cuidar a cría: las madres quedan en el nido, reparadas bajo las ramas chatas que crecen en Cabo Vírgenes, mientras los padres salen a pescar y traer comida para todos. ¿El detalle curioso? Las mamás pingüino asoman las cabezas sin salir de los nidos para espiar a los turistas que han venido a visitarlas. Y mejor que nadie las moleste, porque salen a tirar picotazos al atrevido.
La comida es, por cierto, todo un tema a estas latitudes y no sólo para la fauna sino también para los humanos que alguna vez intentaron instalarse aquí. A fines del siglo XVI, de hecho, se creó un puerto, frágil como todo acá. Lo bautizaron Puerto Hambre. Llegarían después dos intentos más por colonizar la zona. Fueron dos poblados (En el nombre de Jesús, en 1584, y Ciudad del Real Felipe) que terminaron trágicamente, con sus pobladores (hombres, sí, pero también mujeres y niños) abandonados a sus suerte porque quienes los habían traído. El creador de una de esas ciudadelas, llamado Pedro Sarmiento de Gamboa, regresó a España en busca de auxilio pero fue capturado por piratas. Después, logró mandar un barco a la Patagonia pero se hundió a poco de salir del puerto.
Eran, en total, 800 personas las que habían quedado varadas en Cabo Vírgenes. Al cabo de seis años no quedaba uno vivo. Y lo peor de todo fue que –pese a los sucesivos intentos- no hubo modo hasta ahora de localizar al menos el sitio de los asentamientos.
Hoy de todo aquello no queda ni registro, porque en realidad en este lugar no hay más que pingüinos y un faro hermoso, azul y blanco, parado justo en la punta del pie del continente. Hay, eso sí, también una estancia en las inmediaciones (llamada Monte Dinero) adonde uno puede eventualmente alojarse. Hay también un café, llamado Al fin y al cabo, donde tomar algo caliente y comer algo de pastelería, pero no mucho más. Quien quiera visitar el faro y la pingüinera, entonces, deberá llevar provisiones para la travesía desde Río Gallegos, que está a 130 kilómetros de aquí. Pero lo que uno descubre al llegar a destino sin dudas lo vale. ¿Te lo vas a perder?
¿Sabías que…
Hubo alguna vez en Santa Cruz una verdadera “fiebre del oro” y los buscadores de pepitas se aventuraron incluso hasta Cabo Vírgenes? Hasta hace veinte años, de hecho, vivía cerca del faro un hermitaño que- luego de cada marea- se dedicaba a recorrer la playa en busca de oro.