
A mediados del siglo XIX, cuando todavía había mucho planeta por descubrir, un ciudadano francés decidió viajar al sur del sur y convertirse en el soberano de mapuches y araucanos. Una leyenda demasiado buena para ser real. ¿La conocemos?
Tenía 33 años, el pelo bien largo y una fijación: leer libros de aventuras y de descubrimientos, además de los diarios de viaje de los europeos que (allá por 1850) andaban navegando, descubriendo y colonizando cuanto pueblo se cruzara en su camino. Y Orelie Antoine Tounens (hijo de campesinos, loco por la lectura y en ese entonces procurador en su pueblo natal) pensó –no sin razón- que seguramente quedarían en el mundo muchas tierras por reclamar. Por eso se lanzó en barco de Francia a la Patagonia. A ser rey, nada menos.
¿De Aquitania al sur de Sudamérica sin dinero, sin hablar ni una palabra de español y sin tener ni idea de las tribus que ahí vivían, sólo para pedirles que lo coronaran y lo reconocieran como su legitimo rey? Dicho así suena a disparate, pero precisamente ése fue el plan de Tounens: quedarse con millones de hectáreas en el sur de Chile (luego “anexó” a su reino imaginario también la Patagonia argentina) a cambio de que los aborígenes lo reconocieran como autoridad y-de paso- él los ayudara a persuadir al gobierno de Francia de proteger a las tribus del avance tanto de chilenos como de argentinos.
Resumiendo, Orelie viajó a Chile en 1858 y una vez desembarcado en el puerto de Coquimbo se buscó un lenguaraz (traductor) para poder parlamentar con los araucanos y, ya que estaba, consiguió a dos franceses más para que lo acompañaran en su aventura. A cambio, les prometió tierras y títulos nobiliarios para cuando el reino de la Araucanía ya fuera una realidad. Lo loco es que Orelie no hablaba mapudungun (mapuche) ni el lenguaraz entendía frances. Como fuere, los araucanos lo escucharon y algo en él les llamó la atención. Por algo no lo mataron sin más y lo dejaron seguir con su alocución.
El 17 de noviembre de 1860 se autoproclamó pues rey de la Araucanía. Para ese momento ya había planeado todo: el nuevo reino tenía un himno, una bandera y hasta moneda de curso legal. Eso sí: no tenía ejército, ni instituciones, ni nada. Era eso: un reino en medio de la nada, hecho de nada y encabezado por un francés delirante pero por lo visto con un extraordinario poder de persuasión ¿Sus primeras medidas? Decretar que la enseñanza religiosa no sería necesaria (Orelie era masón), que los “súbditos” debían quitarse el sombrero ante su majestad y que los araucanos comenzarían a agruparse para formar un ejército. Fue entonces cuando todo comenzó a nublarse para el estrafalario rey de la Patagonia.
Desde Chile se le encargó a un militar llamado Cornelio Saavedra (el nieto de nuestro prócer) la detención de Orelie. Se fijó entonces una recompensa y en 1862 la cabeza del rey valía 250 piastras. Lo terminó traicionando su lenguaraz (sí, ése que no entendía francés) y fue conducido ante las autoridades, a las que no les hizo nada de gracia que –cuando le preguntaron a qué se dedicaba- Oreli haya respondido “roi de la Patagonie” (rey de la Patagonia) sin que se le moviera ni uno de los muchos pelos que tenía.
Para peor, a su reino de chiste lo bautizó “Pequeña Francia” y fue entonces cuando todo terminó de desbarrancar. Algunos querían fusilarlo pero los médicos lo salvaron al declararlo loco. Terminó internado en la Casa de Orates de Santiago. Un manicomio, sí.
De ahí lo rescató el cónsul francés, que logro deportarlo a su país de origen. Ya en su tierra, Orelie se puso –literalmente “como loco”- a escribirle a todo el mundo y a pedir apoyo para su descabellada causa. No tuvo mucho éxito pero como nunca dejó de hablar de cómo serían las cosas cuando finalmente asumiera su “trono”, consiguió ser alimentado y vestido por años por los que esperaban beneficiarse con su eventual coronación. El, mientras tanto, espolvoreaba cargos y condecoraciones entre su corte de impresentables: a uno lo nombraba barón de Carhué y a otra, condesa de Choele-Choel. Además fundó la Academia de Altos Estudios Araucanos y creó la Orden de la Corona de Metal. Ni caso: por mucho que se esforzó y pese a haber intentado varias veces el regreso a lo que consideraba “su reino”, nunca logró volver. Ni, menos aún, ser tomado en serio.
Con todo, su hipotético reino funcionó en Francia como lo hubiese hecho un auténtico gobierno en el exilio. “La corte parisina de Orelie Antoine contaba con bandera propia y hacían reuniones de gabinete. Los ministros, incluyendo uno de Bellas Artes, firmaban las actas de gobierno en tanto que el rey emitía proclamas y concedía audiencias”, anota Christian Ferrer en su mini biografía del rey de la Patagonia. Recuerda, además, que hasta hoy los herederos o falsos herederos de Orelie siguen reclamando su derecho a una corona que no existe y, con ayuda de la Web, siguen defendiendo en pleno siglo XXI un derecho inventado en el siglo XIX.
Philip I es el actual rey de la Araucanía y de la Patagonia. Otro dato de color es que la actual bandera de la provincia de Río Negro es casi idéntica a la diseñada por Orelie en los días ésos en los que comenzó a soñar con su reino en el Fin del Mundo: azul, verde y blanca. Aunque tal vez lo más hermoso de todo lo creado por el rey que no fue sea su escudo de armas, ése que en su divisa (escrita desde luego en latin) resume la tragicómica historia de su vida:Vigilo mientras regreso.