En Cafayate, a 189 km de la capital salteña, se suelen encontrar maravillas y construcciones naturales o hechas por el hombre que roban la atención. Una, por ejemplo, es la casa de la llama, que tiene en su entrada una enorme figura de ese animal, realizada por un artesano local para darle valor a la fauna autóctona. Hay otra, sin embargo, que destaca no tanto por su excentricidad sino porque descoloca al ojo del amante de la arquitectura. No porque sea fea; no, no, nada de eso, sino porque tiene las características propias de la Patagonia: rocas, maderas, líneas rectas y simples, que remiten al frío, a una tierra que nada tiene que ver con esta ardiente zona del país.
El Colegio de las Hermanas Franciscanas de la Caridad (1897), la mansión de R. Lovaglio (1892) y la finca de Michel Torino, en el camino de Animaná, son edificios clásicos de Cafayate y fueron construidos por el catalán Pedro Coll. Este es un lugar atravesado por la colonización española y la riqueza de los viñedos de la zona, que se cuentan entre los más altos del mundo. De todo eso da cuenta su arquitectura. A eso se le suman casas de líneas suaves, onduladas, de aire europeo.
¿Qué pasó con el Banco Nación, entonces, que se plantó al pie de los cerros con su aire sureño? Un equívoco que lo volvió atracción turística para todo aquel que hace su recorrido por la ciudad más importante dentro del circuito de los Valles Calchaquíes.
Junto a una iglesia típica de la arquitectura regional, el Banco Nación irrumpe con sus líneas duras. Cuando se construyó la sucursal salteña los arquitectos confundieron los planos al mezclar Cafayate con Calafate, la ciudad patagónica, y entonces se eternizó ese error. Si en un futuro improbable nevara e hiciera un frío implacable en Salta, el edificio patagónico podría mostrar sus capacidades. Mientras tanto, queda como testigo de que son varios los que mezclan los nombres de ambas localidades.