Casi bicentenario, el Cementerio de la Recoleta es considerado una de las necrópolis más importantes del mundo no tanto por su tamaño como por sus valores arquitectónicos y decorativos, además de la celebridad de sus habitantes y las leyendas que lo rodean.
Recoleta es, y desde hace décadas, mucho más que el nombre de uno de los barrios más elegantes y opulentos de la ciudad de Buenos Aires. Es, antes que eso, el nombre con el que fue rebautizado el Cementerio Norte, primera necrópolis pública de la ciudad que en ese entonces sólo contaba con camposantos ubicados en torno de las iglesias y que desde 1822 cuenta con esto: una ciudad de muertos en medio de la ciudad de los vivos. Hasta hoy, para sorpresa de muchos viajeros, es posible disfrutar de una cerveza y de un espectáculo al aire libre mientras, calle de por medio y tras el muro, asoman las cruces y los ángeles de Recoleta.
Antes que los cementerios de Flores y el de Chacarita, inaugurados ambos luego de la mitad del siglo XIX. Recoleta era el lugar adonde iban a parar los muertos de toda la ciudad. Sus primeros “habitantes” fueron un pequeño liberto y una mujer. El nombre de Recoleta se deriva de los frailes que eran los dueños de estas tierras antes de su expropiación en 1822: los monjes recoletos. La norma que crea el cementerio es tan antigua que lleva las firmas de Martín Rodríguez y Bernardino Rivadavia.
Pero, desde entonces y al compás de las décadas, el sitio ha ido poblándose de nombres y de tradición. Ser enterrado en Recoleta es hoy, de hecho, un privilegio al que pocos acceden porque desde hace años ya no hay espacios libres en esta necrópolis y a menos que se cuente con una cripta familiar, no habrá modo de ser enterrado allí donde descansan desde un Premio Nobel como Luis Federico Leloir hasta un boxeador como José Angel Firpo, desde un caudillo como Facundo Quiroga (quien fue enterrado en su tumba de pie) hasta su enemigo de toda la vida, Domingo Faustino Sarmiento.
Hay aquí, en efecto, militares como Julio Argentino Roca, personalidades públicas como el primer presidente democrático en llegar al poder luego de la última dictadura militar, Raúl Alfonsín, y figuras de la proyección internacional de Eva Duarte de Perón. Evita, hasta cuya tumba peregrinan cotidianamente decenas de turistas y la única en la que – cuenta la leyenda- ni un solo día en el año falta un ramo de flores frescas.
En su “temporada alta” de visitantes, que según las autoridades de la necrópolis va de septiembre a marzo y se nutre básicamente de visitantes del exterior, el cementerio recibe dos mil personas por día que recorren los 54.843 metros cuadrados que tiene el predio, en donde tumbas y mausoleos parecen competir por la mirada de los curiosos. Hay allí no sólo historias enormes y minúsculas (como la de aquel matrimonio patricio que tanto se peleó en vida que –si bien los enterraron juntos- las respectivas estatuas se dan la espalda), sino también vidas que por su trágico final se han vuelto leyenda. Y hasta mito urbano.
Tal el caso de Rufina Cambaceres, una joven hija del célebre escritor naturalista Eugenio Cambaceres y de una bailarina italiana a la que desposó en Europa. El matrimonio se radicó en Buenos Aires y tuvo una hija, Rufina, que murió el día de su décimo noveno cumpleaños en las más extrañas circunstancias. Las versiones en torno de su fallecimiento han sido muchas, y a cual más extraña: que se le detuvo el corazón al enterarse de su novio era también amante de su madre, que sufrió sin más un ataque de catalepsia y hasta que los amores equívocos de su madre y su novio habrían provocado el fatal desenlace. Según esta versión, la chica habría sido narcotizada y se despertó ya adentro de su tumba.
Algunos relatos refieren que el cuidador del cementerio escuchó algún ruido en la tumba de Rufina, pero que no le prestó atención. Otros dice que fue un familiar el que habría pedido abrir la tumba y el féretro, sólo para encontrarse con el macabro espectáculo de Rufina boca abajo y con la cara arañada por sus propias manos. Se habría despertado de su sueño ya dentro del sarcófago y muerto luego –y por primera vez de verdad- producto de la desesperación.
Pero más allá de las extrañas circunstancias que rodearon a su muerte, a edad tan temprana y en 1902, lo cierto es que el caso de Rufina Cambaceres es el primer episodio conocido de catalepsia del que ha quedado registro. Lo horroroso de su muerte no sólo popularizó la costumbre de velar a los muertos por al menos 24 horas luego de su fallecimiento sino también a un reconocido mito urbano: el de la Dama de Blanco. Otras versiones, en cambio, aseguran que fue otra muerta joven (Luz Velloso, fallecida de leucemia a los quince años) la que dio origen a este mito pero, ¿quién lo sabe?
Este, con sus variantes, habla de una bella y fantasmal joven que se pasea por los alrededores de Recoleta y que muchos aseguran haber visto allí. Otra versión de ese mismo relato habla de una mujer joven y bella que va a bailar a una de las tantas discotecas de la zona y que cuando su eventual acompañante le ofrece llevarla hasta su casa, ella pide ir hasta el cementerio y allí se pierde, en medio de las tumbas.
Lo que queda, con todo, es el sitio en donde Rufina descansa hasta hoy. En una esquina de la necrópolis que lleva su nombre, una reja negra impide que los curiosos se acerquen demasiado pero deja admirar al mismo tiempo la exquisita arquitectura Art Noveau del lugar. En el frente, tallada en mármol de Carrara y justo en el acceso a la tumba hay una mujer joven, que estira su mano para abrir la puerta. Eso que nunca pudo hacer Rufina. Eso, ese instante que de alguna manera quedó preservado para siempre en esa escultura, sin duda una de las más tristes de todo Recoleta.
¿Sabías que…
Alfredo Gath, uno de los dueños de la célebre tienda de departamentos Gath & Chaves, tenía tanto terror a ser enterrado vivo que encargó un diseño especial de ataúd que no sólo podía abrirse por dentro sino que estaba conectado por un sistema de campanillas con la oficina del cuidador del cementerio?